CARA A CARA

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CARA A CARA

Por Frank Cardelle

Textualmente, un choque entre un niño de once años y la figura paterna.
En lo profundo, un enfrentamiento con lo que dice el propio corazón.

Acabo de regresar a casa después de mi partido de baseball. Fueron dos horas angustiosas como "pitcher" en el campeonato Pee Wee. A pesar de haber hecho el mejor juego de la temporada y de irnos con entusiasmo a un tiempo extra, perdimos el partido por un punto. Estábamos seguros de ganar y perdimos. Éramos los líderes de la serie, y habíamos entrenado duro, así que nunca nos imaginamos perder ese día.

Nuestro entrenador nos había pedido entrar al campo a jugar lo mejor posible. Él sólo esperaba eso. Pero nuestros parientes, amigos y vecinos que vinieron a darnos apoyo, esperaban que nosotros ganáramos. Por ellos estábamos jugando. Para mí todos ellos contaban: el equipo, los parientes y vecinos. Como lanzador-pitcher, yo era el líder del equipo. Cada vez que lanzaban fuertemente la bola y oía gritar al árbitro: "Striiiiike three", disminuía algo la tensión en mis hombros.

Yo era "los hombros": iba cargando al equipo. Claro que ganar implica el esfuerzo de todo el equipo, pero para un joven responsable en la posición de lanzador, era sentirse como el gerente de una gran compañía, llevando solitario y silencioso el peso de todos sus empleados. Ya empezaba a actuar lo que sería más tarde en mi vida cuando creciera y llegara a ser un "hombre". Ahora estaba siendo formado, entrenándome para mi futuro en el mercado masculino. Así que ahí estaba, tomando a conciencia este entrenamiento de cómo "competir" y "ganar".

Al llegar a la entrada de mi casa, mi mano parecía estar soldada al mango de la puerta. Mis hombros me dolían, mi cabeza colgaba, difícilmente movía mis pies entumecidos. Miré hacia la cocina; sentí el olor de la hamburguesa y las papas fritas, típico de un viernes por la noche. Me sentía sin vida, con mi estómago vacío.

Al pasar al comedor en semejante estado, sentí que había pasado una eternidad. Mi padrastro estaba bebiendo cerveza en la sala, en su mecedora, viendo las noticias de las seis, absorto en la TV. Para mí el tiempo se había detenido. Perdí el ayer, la última semana, el mañana, el después. Me sentía paralizado. Me inundó esa ola de pérdida eterna. "Esto va a durar para siempre", pensaba.

Salir temprano del campeonato era el fin de la temporada. Para mí, un muchacho de once años, era el fin del mundo. Estaba exhausto. Fuera de juego. Descorazonado. Fue la noche más larga de mi vida, parecía interminable. El mañana no vendría y esta pesadilla sería mi destino de por vida. Había dejado a mi equipo, a mis parientes y a la comunidad por el suelo. Hice lo mejor que pude, pero hacer lo mejor no fue suficiente. No ganamos. Esto era para algunos adultos y muchos padres, sólo un juego. No para mí. Para la mayoría de los jugadores era mucho más que "sólo un partido". Era un desafío, un ritual de masculinidad. Nos habían enseñado cuán importante es ganar. Es un edicto masculino. Y no habíamos pasado la prueba. Habíamos perdido. Aun más, habíamos perdido el mayor campeonato. Los "ganadores" podrían celebrar. Los "perdedores" no celebran su derrota. Al menos esto era lo que nos habían enseñado nuestros modelos de masculinidad.

Di de nuevo un rápido vistazo a mi padrastro en su mecedora. Quería pasar inadvertido a mi cuarto de refugio, a ocultar mi desgracia y mi derrota. No podía encararlo. Quería huir. Quise correr.

"Bien". Me detuve, helado, mis pies clavados en el sitio donde estaba parado. Mi corazón a toda prisa, mi cabeza próxima a reventar y estrellarse contra las paredes de la sala. "¿Qué pasó?" gritó mi padrastro. "¿Ganaron?" De nuevo, no pude moverme. Esa atronadora voz saliendo de su estatura de seis pies me hizo temblar todo. Me di vuelta y encontré sus ojos, candentes, penetrantes, mirándome directamente. Me sentí aterrorizado ante su estructura como de acero, rígido de pies a cabeza, estático, reseca mi garganta, con gotas de orina en mis pantalones. Estaba aturdido, sin piso, como un esclavo ante el maestro de la interrogación. Quise correr pero mis piernas engomadas no se movieron. Esperó. Una pausa curiosa. Sonó de nuevo su voz: "¿Qué te pasa? ¿El gato se comió tu lengua?"

Un corrientazo pasó por mi columna, se congestionaron mis entrañas, mi intestino se anudó y no pude retroceder. Mi cuerpo comenzó a temblar y la orina salía a chorros mojando mis piernas. Mi pecho temblaba, mi voz carraspeaba, el dolor explotaba por dentro. Las emociones pasaban por todo mi cuerpo como choques eléctricos. Mis ojos con lágrimas, brillaban, y comencé a convulsionar descontroladamente. Mi voz chasqueaba pidiendo libertad y mi agonía se liberó finalmente en ríos de húmeda emoción. La orina que corría por mis piernas formaba una piscina a mis pies.

Allí quedé parado, completamente vulnerable, disuelta mi armadura corporal. Salía pus de mi corazón de tantas veces que había sido herido y lo había ocultado por miedo a ser llamado "bebé llorón". Ahí estaba mi yo real, asustado, confuso, abierto al dolor profundo, con necesidad de apoyo y, sobre todo, de apoyo de mi padre. Estaba herido y deseaba ser confortado y protegido. Quería algo diferente de lo que hacía "mami" cuando estaba pequeño. Quería tocar y ser tocado por él, mi padre.

"Pará de llorar", vociferó. "Sos un muchacho grande". Y de nuevo, otra oportunidad para que un padre y un hijo se tocaran, perdida por todos aquellos mensajes destructivos transmitidos a través de la cadena masculina. Otra oportunidad, una apertura, un nuevo comienzo que se convirtió en otra herida, una pérdida de la oportunidad para una conexión natural y saludable entre padre e hijo. Cerrada la puerta del corazón. Así no tocan los hombres. No es masculino. No es aceptado. Los hombres no tocan. Y así es. ¡Así que viva con ello!

Hasta el día de hoy, siempre he recordado esa voz en la sala, cuando mi padrastro me ordenó dejar de llorar. Creo que nunca volví a llorar hasta que participé en un Grupo de Encuentro en los años sesenta, en el que no sólo se nos permitió llorar, sino que fuimos forzados a ello. Aun así, fue una de las experiencias más difíciles de mi vida el poder liberar todos mis controles y dejar fluir todas mis emociones. Podía enojarme fácilmente y ello se volvió un patrón fuerte en mi vida. Sin embargo, mostrarme al desnudo y perder el control fue casi imposible. Como muchos hombres, yo había sucumbido al poder de "los hombros masculinos" y a pesar de sus efectos negativos y poco saludables, yo me sostenía sobre ellos, como si mi vida dependiera de eso.

Recuerdo a mi padrastro parado frente a mí, observándolo todo. Estaba más asustado de mis emociones explosivas que yo mismo. Aun más, estaba aterrado de su propia liberación. Hacía tiempo había renunciado a guardar esos sentimientos en su interior.

Este suceso entre mi padrastro y yo modela la historia de muchos hombres. Un hombre y su hijo juntos en la misma sala, atrapados, sin fuentes de comunicación, sin saber compartir y sin conexión. Esta incapacidad continúa deteriorando e impidiendo las relaciones entre los hombres sin importar su edad, su posición o su rol. Es lo que ocurre entre padres e hijos, entre hermanos, profesores y alumnos, jefes y empleados -- todo simboliza la "brecha" en las relaciones entre los hombres. Los hombres intentan unirse con la parte del padre dentro de ellos, externamente representada por sus padres y otros hombres alrededor. Debajo de esa capa defensiva están las heridas de sucesos pasados, el dolor de la desconexión y la distancia, la competencia y la intimidación. Es la relación inestable que existe entre muchos hombres, jóvenes y viejos, en su camino por la vida.

Creo que dentro de este campo de desconexión y el vacío de este limbo, yace la clave para encontrar nuestra verdadera masculinidad. Para recuperar aquellas partes de nosotros mismos sometidas por esos mensajes dominantes que comenzamos a recibir tan pronto como salimos del útero materno. Allí está esa masculinidad, en esas semillas de lo humano que aún están dentro de nosotros, esperando que las llamemos para replantarlas en nuestras vidas y así abrirnos a la vastedad de nuestras capacidades humanas.

Nos descarriaron, nos hicieron tomar un camino lleno de verdades a medias, con resultados peligrosos y poco beneficiosos no sólo para nosotros como hombres, sino para quienes quieran relacionarse más íntimamente con los demás.

Lo que aprendimos y hemos aceptado como nuestra verdadera masculinidad es medio vacío y falso. Nos forzamos a llenar ese vacío con promesas huecas y comenzamos a sobreactuar para llegar a ser bien masculinos o femeninos.

Si queremos romper con todos esos aprendizajes, es necesario emprender un profundo viaje interior. Se nos ha enseñado a externalizar nuestros mundos y hemos perdido contacto con la fuerza y el verdadero poder de nuestros reinos internos.

Nos afanamos por conquistar el espacio exterior, cuando aún escuchamos los caminos desconocidos de nuestro espacio interior. Es nuestro interior el que contiene los mejores regalos de nuestra herencia como hombres en nuestro camino hacia la masculinidad. Es en nuestro interior en donde percibimos nuestra profunda relación con todos los aspectos de la vida y con nuestras formas de ser como criaturas. Es adentro donde nosotros sentimos la esencia del espíritu masculino y el corazón de nuestro ser. Esta conexión posee inteligencia y sabiduría en sí misma, si nos atrevemos a alcanzarla. En este lugar también encontramos la verdadera conexión con las mujeres y nuestra alianza natural con ellas. Es este campo el que contiene la esencia de lo humano y nuestra natural afinidad con los demás y con nosotros mismos.

La época actual es peligrosa en la medida en que la tecnología que creamos nos pueda esclavizar e incluso borrarnos de la faz del planeta. Vale preguntarnos si queremos una sociedad mecanizada muy sofisticada o una sociedad más humanitaria, con fe en el espíritu humano, con capacidad de sobreponerse a la "máquina engañosa" que tiende a dirigirla.

La pérdida de nuestro espíritu humano es la falla. Como hombres, tenemos que aceptar la responsabilidad por lo que hemos creado. Como hombres, debemos empezar a usar nuestra inteligencia más sabiamente, y comenzar a encontrar más y mejores formas saludables de relacionarnos, con el mundo y con la naturaleza. Debemos romper las cadenas de siglos de patrones destructivos que nos mantienen atrapados en la apariencia de luchadores, aun en los tiempos de paz. Debemos hallar la fuerza y el coraje para enfrentar cara a cara nuestros temores aprendidos y adoptados. Para saber que debajo de estos aprendizajes hay semillas frescas de nuevas alternativas que nos brindan posibilidades más sanas y una clara dirección a nuestras vidas y para la supervivencia del planeta.

Tenemos mucho que buscar y mucho por hacer. Es el momento para convertirnos en los pioneros en una nueva forma de viaje hacia la masculinidad. Aprender a construir puentes para acercar las grandes brechas que hay dentro de nosotros mismos y en nuestras relaciones con los demás. Más que nada, debemos aprender a coexistir con los demás en este planeta. Cara a cara sanaremos las brechas de distancia y temor y podremos revelar los sueños y las esperanzas de expresión de nuestro corazón humano sin consideraciones de raza o género.

Fuente:

Revista Uno Mismo, Vol. III, No. 11/1992

 


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