LA MANO DE DIOS

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LA MANO DE DIOS

Por Jack Heath
Traducción: Laura E. Asturias

Jack Heath, editor de Manhood Online, habla acerca de su propia experiencia de abuso sexual, de lo que puede hacerse para ayudar a quienes lo han sufrido, y de la crítica necesidad de perdonar a fin de encontrar una paz verdadera y perdurable.


Es hora de hablar. Es hora de hablar del abuso sexual que sufrí a manos de un sacerdote cuando tenía 13 años. También es hora de hablar de la sanación y la liberación que fluyen del perdón.

Supongo que algunas personas sentirán curiosidad por conocer los detalles del abuso sexual; hemos, después de todo, desarrollado una mórbida fascinación por lo grotesco. Del abuso, todo lo que diré es que hubo una serie de incidentes que variaron en gravedad y frecuencia y aunque ninguno fue tan repugnante como algunos de los más serios casos que han sido reportados, fueron, de todos modos, traumáticos y horrendos.

Y el hecho de que yo eventualmente encontrara alguna sensación de paz con todo este asunto, no sugiere ni debe hacer pensar siquiera por un momento que los jóvenes que sufrieron formas más crudas de abuso deberían ser capaces de hacer "borrón y cuenta nueva" a través de un simple acto de voluntad. Fue difícil para mí y solamente espero que el relato de mi historia pueda ayudar a muchos otros hombres jóvenes, y tal vez también mujeres, que sufrieron abuso sexual.

Espero, además, que mi historia ayude a la persona que abusó de mí y hacia quien no guardo ninguna mala intención. Y espero que ayude a que las diversas instituciones religiosas hagan todo lo posible por asegurar que el ambiente que ofrecen a hombres y mujeres jóvenes a su cuidado sea congruente con los nobles ideales de sus respectivas religiones, y que practiquen un genuino cuidado pastoral brindando un espacio seguro a aquellas personas a quienes aún no se les ha dado la oportunidad de relatar su historia y empezar el proceso de sanación.

Esta es mi historia. Cuando tenía 13 años, y durante un período de aproximadamente siete meses, fui abusado sexualmente antes de que mi cuerpo me rescatara. Digo esto porque casi inmediatamente después de lo que fue la experiencia final y más atemorizante, se me diagnosticó hepatitis y tuve que estar en cama durante muchas semanas. En ese tiempo no comí prácticamente nada y llegué a conocer bien el sabor de la bilis en mi garganta. Recuerdo el oscuro color mostaza de mi orina. Recuerdo la primera vez que me levanté de la cama y mis rodillas no pudieron sostenerme.

Durante 19 años no le conté a nadie lo que había ocurrido. La primera vez que me sentí motivado a hablar fue hace unos tres años cuando, después de un encuentro fortuito con el hombre que había abusado de mí, empezó a surgir una serie de historias de abuso sexual cometido por clérigos en los Estados Unidos. Me encontré en una conversación con un hombre religioso, prominente y muy bueno, a quien le molestó un documental de ese país que sugería que uno de cada 10 sacerdotes había perpetrado algún tipo de abuso sexual con menores. Él se veía genuinamente preocupado de que la gente sacara conclusiones erróneas acerca de que el abuso sexual fuera igualmente común en Australia, y que por ello algunos buenos hombres fueran falsamente acusados.

Este hombre simplemente no podía creer que las cosas fueran iguales en Australia. Pensaba que la cifra de uno entre 10 era exagerada. Pero conforme yo empecé a recordar el ambiente en el que había vivido mi adolescencia y a pensar si me resultaría difícil probarlo en una corte legal sin dañar la reputación de muchos hombres buenos que habían sido mis maestros, me dije a mí mismo que uno entre 10 era una cifra verosímil y me pregunté cuántos de mis compañeros también habrían sufrido abuso sexual.

Otros incidentes me empujaron a actuar. Tuve una conversación con otro buen hombre religioso que se mostró incrédulo ante lo que le conté; no era que él dudara de mis palabras, sino que no tenía idea alguna de lo que había estado ocurriendo. Me enfureció la suposición de que el abuso se percibiera como algo limitado a una o dos órdenes religiosas, que el problema fuera de alguien más, que el problema estuviera "ahí afuera".

Un corto tiempo después, cuando indiqué que quería presentar una queja formal de lo que había ocurrido, se me dijo que un abogado independiente me entrevistaría para evaluar los méritos del caso. Estuve de acuerdo. En esa época yo trabajaba como escritor de discursos para los Ministros de Relaciones Exteriores y de Comercio.

Llegué a Melbourne y subí por largas escaleras hasta llegar a la desagradable oficina de un abogado, donde esperé unos cinco minutos. Luego fui conducido a un salón de conferencias. Podía escuchar voces en la habitación contigua, y me preocupó que esas personas pudieran oírme. No había nadie presente además del abogado, quien escuchó lo que le dije y lo anotó. Era un hombre bueno y genuino que me mostró una gran calidez.

Luego le dije a este hombre que yo nunca había hablado de lo ocurrido casi 20 años atrás. Fue la primera vez que encontré palabras para describir lo que había sucedido. Ahí estaba yo, un hombre de 32 años que pasaba el día entero elaborando discursos para ministros federales, y ahora miraba por la ventana hacia las torres empresariales al otro lado de la calle, con lágrimas rodando por mi cara, contándole a un extraño lo que me había ocurrido cuando era un niño de 13 años.

De esos momentos, la única pregunta que recuerdo más vivamente, la única pregunta que capté rápidamente, fue "¿Habló usted alguna vez con alguien sobre esto?" Me quedé perplejo y respondí, "¿A quién podría habérselo contado?" No se me había ocurrido contárselo a alguien, ni siquiera a mis compañeros de clase. Y en ese momento me di cuenta de lo insidioso del asunto, de la sensación de total impotencia que se deriva del abuso y de la violación de una confianza especial.

Conforme la entrevista llegaba a su fin, el abogado se notaba molesto y dijo que yo no debía preocuparme, que pescarían a ese hombre. Me sorprendió su vehemencia y recuerdo que le dije que no fuera demasiado duro con el ofensor y que esperaba que éste pudiera recibir ayuda.

Salí de esa oficina y caminé por la calle Collins. Me sentía maravillosamente liviano. Las lágrimas corrían por mi cara cuando llegué a la calle Swanston y tomé un tranvía para visitar a mi hermano en Carlton. Vi a cada persona en el tranvía y sentí que un cálido amor corría por mis venas. Estaba tan feliz que quería abrazar a todo el mundo. Imagino que la gente se preguntaba quién era este idiota.

Algún tiempo después, no recuerdo cuánto, recibí una carta, ligeramente cálida pero reservada, que me agradecía por haber revelado el asunto y me informaba que "se estaban tomando las medidas apropiadas". Ningún nombre fue mencionado. Tampoco se hizo una disculpa formal. No se ofreció consejería alguna.

Al dar seguimiento al asunto, se me informó que a la persona involucrada se le había vedado cualquier contacto con niños. Se me dijo que se estaban tomando las medidas adecuadas para asegurar que este tipo de situación no volviera a ocurrir, y que todos los costos de consejería serían cubiertos.

Al final de ese año nuestra hija fue concebida. Su nombre es Lucy y es la luz de mis ojos. Yo había pasado el año haciendo el trabajo de dos personas, escribiendo para dos ministros federales, y tratando, a la vez, de ocultar la fatiga crónica que había sobrellevado por un par de años en mi carrera. Sabía que estaba exhausto, pero aún no me daba cuenta de la profundidad de mi cólera.

A principios de enero, en un esfuerzo por prepararme para otro año, y con el rumor de un posible trabajo como escritor de discursos para el Primer Ministro -- que eventualmente obtuve --, fui a un centro de salud afuera de Melbourne. Recuerdo los períodos de descanso y leve ejercicio. También recuerdo que el masaje que me dio un hombre me hizo encogerme por dentro. Recuerdo una sesión con un psicólogo que me enfureció con su silencio y distancia. Le hablé de una variedad de cosas en una forma fría y distinta y mencioné el haber reportado el abuso sexual. Me dijo que a veces era beneficioso hablarle o escribirle a la persona que cometió el abuso. Ya en mi habitación, empecé a redactar una carta para el sacerdote que había abusado de mí. Era una carta simple y muy clara. Escribí que suponía que él estaba consciente de la queja que yo había presentado, y que para mi bienestar era importante escribirle ahora. Agregué que lo que él me había hecho no era correcto y que la razón para reportarlo era que yo no quería que les pasara a otros jóvenes lo que me había ocurrido a mí. También escribí que no tenía intenciones de denunciarlo ante las autoridades. Le agradecí por todas las cosas buenas que él había hecho por mí y añadí que lo perdonaba por el abuso sexual. Firmé la carta y la envié.

Algunas semanas después recibí una carta. Reconocí la escritura que no había visto en muchos años. No revelaré el contenido de esa carta; baste decir que sentí mucha paz después de leerla. Me sentí completo. Pero quedaba mucho adentro. Tenía cólera. Es una cólera que no ha desaparecido totalmente, a pesar de las disculpas verbales que he recibido de personas en posiciones de autoridad.

Mi cólera se deriva de tres cosas. En primer lugar, del hecho de que había otras personas a mi alrededor en el tiempo en que el abuso ocurría; personas que optaron por no ver lo que estaba sucediendo y fueron negligentes. Esas personas también tienen reparaciones por hacer, y tal vez las han hecho. Pero yo lo ignoro.

En segundo lugar, hasta este día no estoy convencido de que se esté haciendo lo suficiente por otras personas que sufrieron abuso. ¿Qué mano les ha sido extendida? ¿Qué intentos se han hecho para ofrecerles un lugar seguro y cariñoso al que puedan acercarse? Es una cosa establecer medidas y procedimientos apropiados para asegurar que las transgresiones no se repitan, pero ¿qué se está haciendo para ayudar a las personas que no han tenido la oportunidad de revelar sus historias e iniciar el proceso de rehabilitación? Si no nos acercamos a ellas, nuestra negación se vuelve cancerosa. Y, más aún, si no pueden sanarse, corremos el muy real riesgo de que hagan con otras personas lo que hicieron con ellas.

Mi cólera también se deriva del hecho de que, hasta hoy, ninguna disculpa o reparación ha sido presentada a mis padres, quienes, a un costo personal muy grande, me habían puesto al cuidado de otros que, al final, abusaron de esa confianza.

Sé que algunas personas que sufrieron abuso sexual podrían no querer que sus padres se enteren. Y ese es su derecho. Pero seguramente corresponde a aquellos en una posición de autoridad, y si la persona que sufrió el abuso está de acuerdo, ofrecer a sus padres una disculpa específica y hacer las reparaciones pertinentes.

Sospecho que mis padres podrían sentirse en cierta forma responsables de lo que me sucedió; podrían sentir que debieron haberlo imaginado, que debieron haber preguntado o hecho algo. No puedo hablar por ellos pero sé que no son responsables de esto. No creo que yo debería tener que pedir que a ellos se les haga algún gesto cuando es tan claro lo que debe hacerse. Mis padres no están solos en esta situación.

Pero ahora, conforme escribo estas líneas, mi cólera comienza a disiparse.

En los últimos meses me he estado preguntando si debía hablar de lo mío, y cuándo. Durante varios años, como escritor de discursos, había estado dando voz a las palabras y los pensamientos de otros y sabía que mi turno para hablar llegaría, pero no estaba seguro de cuándo sería o de lo que diría exactamente. Es interesante el que, a través de ciertos incidentes y la generosidad de algunas personas, yo me encuentre ahora como editor de un sitio en Internet dedicado a asuntos relacionados con los hombres.

Lo que me motivó a hablar ahora fue una pregunta que llegó ayer por la Internet, de un hombre de mi misma edad. Él sufrió abuso sexual en la niñez y preguntaba si habíamos planificado abordar ese tema en nuestra sección de salud y sexualidad. El relato de mi historia me pareció una buena forma de comenzar.

Y, como si necesitara confirmación de que era correcto hacerlo, cuando cruzaba en mi auto el puente del puerto de Sydney esta tarde, presencié la puesta de sol más espectacular que jamás he visto aquí. Adelante de mí, las luces y los rótulos de la ciudad empezaron a brillar con una claridad e intensidad increíbles. A mi derecha, todo el cielo tenía pincelazos rojos alrededor de un círculo dorado sobre el puente de la isla Glebe.

Para finalizar, quiero decir tres cosas.

La primera es agradecer a todas las personas que han tenido el coraje de hablar antes que yo y que crearon el espacio para que yo pudiera contar mi historia. Pero hay una persona en particular a quien deseo agradecer: el obispo Geoffrey Robinson, de Sydney. En todos los reportajes televisados de reuniones y consejos para discutir lo que las diversas órdenes religiosas y la iglesia católica en su conjunto deberían hacer respecto al abuso sexual, él es el único hombre que sobresalió. Cuando dijo que se disculpaba en nombre de la iglesia, mi corazón se regocijó y me hizo llorar. No tanto por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Habló con un remordimiento que era a la vez profundo y genuino. Creo que él percibía realmente el sufrimiento que ha sido causado a tanta gente joven, y su compasión fue obvia. Le doy gracias por eso.

En segundo lugar, hay muchos hombres que han sufrido abuso sexual y que siguen luchando con todo eso. A esos hombres quiero tratar de darles una idea de la importancia del perdón. Sé que, para quienes sufrieron cosas mucho peores que las que yo soporté, esto podría parecer como una esperanza obscena y posiblemente muy lejana. Pero mi experiencia me dice que, sin perdón, permanecemos atrapados. Sin perdón, ninguna cantidad de dinero, ningún número de convicciones, por apropiadas que parezcan, nos traerán una verdadera paz.

Finalmente, espero que todos podamos encontrar un poco de compasión en nuestros corazones por las personas que nos dañaron. Nelson Mandela y el Dalai Lama son encarnaciones prominentes e inspiradoras de este ideal, pero hay otras incontables personas

cuyos millones de actos de nobleza pasan desapercibidos cada día.

Conforme nos acercamos a un nuevo milenio, veo una gran necesidad, particularmente en Australia, de detenernos y reflexionar. Necesitamos estar más tiempo en silencio, en la quietud. Necesitamos redescubrir la abundante mística que existe en esta tierra extraordinaria. Necesitamos pasar algún tiempo en el desierto. Esto no quiere decir que nos retiremos totalmente del mundo, a una cueva o a la región central de Australia, y nos sentemos ahí, meditando interminablemente. Por el contrario, se trata, para la mayoría de la gente, de ser más activa en el mundo.

Pero lo que es absolutamente crítico en todo esto es que haya reflexión en nuestros actos. Creo ahora que es sólo a través de una profunda reflexión que llegamos a saber cuál es la acción correcta. Al sentarnos por un tiempo en silencio, en la quietud, las encrucijadas del camino eventualmente desaparecen. La pregunta, "¿Cuál camino tomaré?" pierde todo significado. Lo que nos queda es un camino por delante. Y la única pregunta entonces es, "¿Lo caminaré o no?"

Tengo una profunda sensación de que, sin importar cuán atemorizante sea la oscuridad, cuán horribles las historias, cuán repugnantes los abusos, si genuinamente nos disponemos a reconciliarnos con nuestro propio sufrimiento, a perdonar a quienes nos han lastimado y a hacer las reparaciones necesarias a quienes hemos herido, entonces encontraremos una paz verdadera.

Si nos fijamos esta simple pero enorme tarea, creo que algún día caminaremos, todos y todas, en la luz, y obtendremos un cálido alivio de la mano de Dios, sea él o ella quien sea.

Sydney, 10 de octubre de 1996

Desde que escribí lo anterior, la iglesia católica ha anunciado una serie de medidas para dar atención al abuso sexual que ha ocurrido. Esto es muy bienvenido y aborda algunos de los asuntos específicos que he mencionado. Invito a las personas que han tenido experiencias similares que agreguen su historia a la mía en esta página. También extiendo la invitación a padres y madres, así como al clero. Espero que en estas historias y contribuciones podamos juntos iniciar una muy necesaria sanación. Gracias.

 


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